Sandra Urbaneja, Pedro Pereira
Jay Kelly es una película que funciona en dos niveles muy claros. Por un lado, es el retrato íntimo de un hombre que llega a un punto en su vida en el que todo lo que ha construido empieza a pesarle. Por otro, es una reflexión bastante amarga sobre un sistema, Hollywood, que crea ídolos, los exprime y luego no sabe qué hacer con ellos cuando dejan de encajar en el molde. No habla solo del paso del tiempo, sino de lo difícil que es cerrar una etapa cuando tu identidad depende de la mirada de los demás.
La dirección de Noah Baumbach huye deliberadamente del espectáculo. Aquí no hay grandes momentos épicos ni giros forzados, sino una puesta en escena basada en lo pequeño: silencios incómodos, conversaciones a medias, gestos que dicen más que cualquier diálogo. La película va desmontando poco a poco la figura del protagonista, llevándolo a terrenos cada vez más ridículos y vulnerables, hasta que lo que queda no es una estrella, sino una persona agotada.
El proyecto solo tiene sentido porque el papel principal recae en George Clooney. No se trata únicamente de su capacidad como actor, sino de todo lo que representa. Clooney encarna un tipo de estrella clásica que hoy prácticamente ha desaparecido, y la película juega constantemente con esa imagen. Jay Kelly necesita que el espectador reconozca en el personaje algo familiar, casi real, para que el golpe emocional funcione.
De hecho, gran parte del interés de la película está en ese juego entre el actor y el personaje. Clooney interpreta a Jay Kelly como alguien que nunca deja de actuar del todo, su encanto parece automático, su humor funciona como escudo y su relación con las cámaras es mucho más natural que con sus propias emociones. Hay un componente claramente metacinematográfico, pero no se utiliza de forma obvia, está ahí, flotando, reforzando la sensación de que Jay no sabe vivir si no es interpretándose a sí mismo.
La historia sigue la caída progresiva del protagonista, pero sin recurrir al desprecio fácil hacia las figuras famosas. La película no juzga tanto su ego como su incapacidad para experimentar algo auténtico. Jay no sabe relacionarse sin convertir cada gesto en una performance, como si incluso su dolor necesitara ser observado para tener sentido. Más que una crítica directa a Hollywood, la película se pregunta qué ocurre cuando alguien ha pasado toda su vida siendo otro.
Jay Kelly vive como una imagen, no como una persona. El tono melancólico de la película nace del choque constante entre lo que proyecta y lo que realmente es. El público ve a una estrella, detrás solo hay alguien completamente desorientado, incapaz de reconocerse fuera del personaje que ha construido durante décadas.
La subtrama con Tim Galligan, el antiguo amigo que lo acusa de haberle robado el papel que cambió su vida, es clave para entender esa fractura interna. Cuando Jay reacciona con violencia, no lo hace solo por orgullo herido, sino porque esa acusación pone sobre la mesa una verdad que nunca ha querido afrontar, su carrera no es solo fruto del talento, sino también del azar, el privilegio y decisiones moralmente cuestionables.
El conflicto legal que surge a partir de ese momento muestra hasta qué punto la vida de Jay está atrapada por la exposición pública. Cualquier error, por pequeño que sea, se convierte en un espectáculo. Incluso su derrumbe personal acaba siendo material para el juicio social y mediático.
A medida que avanza la película, queda claro que el verdadero problema no es el escándalo ni la posible caída profesional, sino algo mucho más profundo, Jay no sabe quién es sin la fama. Cada intento de redención suena vacío, como si incluso pedir perdón fuese otra escena más de su carrera.
Baumbach opta por no ofrecer una redención clara ni una lección moral cerrada. No hay grandes discursos ni finales complacientes. Solo queda la imagen de un hombre que parece haber llegado tarde a su propia vida, atrapado entre lo que fue y lo que ya no puede ser.
Al final, Jay Kelly no es tanto una película sobre Hollywood como sobre la identidad, el envejecimiento y el miedo al vacío. La industria es solo el contexto. Lo verdaderamente trágico no es perder la fama, sino descubrir que nunca aprendiste a existir sin ella.