Elmira Loffredo y Jorge Herrera
El documental Cómo cazar a un monstruo, dirigido por Carles Tamayo y disponible en Amazon Prime Video, se ha convertido en uno de los fenómenos más comentados del true crime reciente en España. Comienza de una forma muy incómoda, con el propio Lluís Gros (un hombre condenado por abusos sexuales a menores) quien contacta con Tamayo para que realice un documental que supuestamente ayude a limpiar su imagen. Esa premisa, que en manos menos rigurosas podría haber terminado en una peligrosa limpieza de imagen, sirve a Tamayo como impulso para empezar una investigación muchísimo más profunda y reveladora.
Lo que empieza como una invitación confusa para Carles, se transforma en un viaje periodístico que expone cómo un delincuente sexual, con condena firme, logró seguir en libertad y potencialmente repitiendo patrones de conducta que ponen en peligro a la sociedad. La serie se muestra desde el primer momento como un retrato crudo de la impunidad y de la ineficiencia del sistema de protección a las víctimas, pero todo, sin que Lluis se diera cuenta, el cual se vuelve en un factor diferenciador con respecto a otros documentales de crimen.
Una de las mayores virtudes del documental está precisamente en ese giro inesperado, que confunde al espectador y establece una narrativa muy clara: Tamayo no va a construir el relato que el protagonista espera, ni va a darle voz para que comparta su versión, sino que va a examinar con rigor, frialdad y documentación cada una de las contradicciones y mentiras del delincuente. Pues a medida que avanza la narración, queda claro que Gros no busca el perdón ni demostrar su inocencia, sino una reconstrucción de su imagen pública, pero a la vez no queda claro si Lluis realmente se considera a él mismo como inocente o no, pues existen teorías (no confirmadas) de que Gros puede tener algún proceso psicológico que no le permita entender esto.
Sin embargo, Tamayo decide engañarlo y jugar con su “ingenuidad”, si así puede llamarse al descaro de no hacerse responsable de sus delitos. Tamayo, entonces, crea un vínculo con él, donde nos muestra desde dentro su día a día, mientras que a la par, investiga minuciosamente su pasado y se pone del lado de quienes llevan décadas luchando contra él. Con ello, la serie se alinea ética y narrativamente con las víctimas, que nunca son tratadas como figuras secundarias, sino como la columna vertebral de la historia. Esta decisión le da al documental una fuerza moral importante y lo posiciona lejos de otras obras de true crime que, muchas veces, humanizan en exceso a los victimarios.
El documental causó una gran reacción en todas las personas que lo vieron, muchos resaltaron el gran trabajo de Carles al lograr crear una sensación de amistad con este criminal, pero muchas otras personas tachan esta estrategia como falta de ética al ser poco transparente, y lo catalogan como “insensible” hacia cualquier condición psicológica no confirmada que pueda tener Gros. Sin embargo, esta es una crítica con poco fundamento ya que monstruos como Lluis no deberían recibir tanta piedad. Visual y estructuralmente, Tamayo consigue, mediante planos totalmente planeados, ridiculizar a Gros en sus intentos de hablar sobre su vida y la importancia que tuvo para el cine. En varios momentos, Carles lo ubica detrás de unas rejas, simulando que está en la cárcel, a veces le hace preguntas directas sobre por qué no está en la cárcel aún o si cree que ha hecho algo malo, así como en otras ocasiones le hace “bromas de mal gusto” para intentar captar reacciones reales. Este estilo que decidió tomar el creador del documental puede ser visto fácilmente como cruel o malicioso, pero, como el espectador conoce la verdad del personaje que muestra, termina resultando adecuado y hasta placentero.
Cómo cazar a un monstruo tiene un ritmo que recuerda al thriller pero que transmite emoción: entrevistas intensas, reconstrucciones atmosféricas, grabaciones en primera persona y momentos de tensión casi cinematográfica. Tamayo no se limita a dirigir tras la cámara, se convierte en protagonista y testigo. Lo vemos dudar, emocionarse, molestarse, enfrentarse a la manipulación del acusado y, finalmente, colaborar en un proceso que desemboca en la detención de Gros. Su participación activa, lejos de restar objetividad, aporta un componente humano que genera una sensación de urgencia, como si la investigación estuviera ocurriendo en tiempo real, pues el espectador no solo recibe información: la vive. Cada entrevista, cada testimonio nuevo, cada pieza documental que aparece añade capas de complejidad y gravedad, construyendo un relato que avanza como una espiral que se va cerrando sobre el acusado.
Momentos como las grabaciones a Gros, los seguimientos con cámara en mano o la utilización de algunas secuencias tensas con un montaje muy emocional pueden interpretarse como estrategias cercanas al sensacionalismo. El documental juega constantemente en la frontera entre el periodismo investigativo y el espectáculo. Y aunque en este caso la gravedad del tema, la contundencia de las pruebas y el comportamiento manipulador del acusado permiten justificar muchas de estas decisiones, es innegable que abren una reflexión necesaria sobre los límites del true crime contemporáneo.
Pero el documental no solo expone un caso, sino que actúa como detonante para reabrir debates sobre la protección de menores, la eficacia de las condenas en delitos sexuales y la importancia de escuchar de manera activa a quienes han sido silenciados durante años. También pone sobre la mesa una cuestión clave: ¿qué sucede cuando el sistema judicial no garantiza la seguridad de la ciudadanía? Cómo cazar a un monstruo sirve así como denuncia pública de un vacío legal y social que permitió que un abusador repitiera sus actos a pesar de su historial. En este caso en específico Lluis utilizaba como excusa una hidrocefalia para no ir tras las rejas, y fue el sistema quién falló al no hacerle un seguimiento propio y dejar que el delincuente normalizara mentir para liberarse de su destino.En conclusión, Cómo cazar a un monstruo es un documental incómodo, valiente y profundamente necesario. Su fuerza radica tanto en la información que destapa su productor como en la manera en la que decide narrarla. Aunque en ocasiones roza los límites del sensacionalismo y genera debates complejos sobre el papel del periodista como protagonista, logra equilibrar su narrativa con un propósito mayor: denunciar la impunidad y exigir justicia. El resultado es una obra potente, que deja al espectador con preguntas (las correctas) y que confirma a Carles Tamayo como una de las voces más influyentes del periodismo investigativo contemporáneo en España. Es, en definitiva, un documental que no se olvida, que dan ganas de recomendar a tus amigos, que busca cuestionar y que demuestra que, a veces, el cine real es la herramienta más eficaz para sacar a la luz lo que muchos preferirían mantener en la oscuridad.