Gastronomía en tiempos de tendencia: cuando comer deja de ser solo comer

Alba Giannelli Viscardi

Basta con observar cualquier red social para entender cómo ha cambiado nuestra relación con la comida. Platos diseñados para llamar la atención, colores intensos, presentaciones excesivas y recetas pensadas más para el impacto visual que para el sabor se repiten una y otra vez. En muchos restaurantes, la experiencia parece construida para la cámara del móvil antes que para el paladar del comensal. Esto no implica que la estética sea negativa, pero sí revela una prioridad clara: lo que se ve importa más que lo que se come.

Esta lógica de la imagen ha transformado también el discurso gastronómico. Conceptos como “cocina fusión”, “reinterpretación” o “experiencia sensorial” se utilizan con tanta frecuencia que han perdido parte de su significado. No toda innovación es valiosa por el simple hecho de ser diferente. En ocasiones, la creatividad se convierte en un pretexto para alterar recetas tradicionales sin comprender su origen ni su función cultural, reduciendo platos con historia a versiones modernas que poco tienen que ver con su identidad original.

Sin embargo, sería injusto afirmar que la gastronomía contemporánea es únicamente superficial. En paralelo a estas tendencias, existe un movimiento creciente que apuesta por la cocina consciente, el producto local y el respeto por la tradición. Chefs jóvenes y proyectos gastronómicos independientes están recuperando recetas familiares, técnicas antiguas y productos olvidados, demostrando que la innovación también puede surgir desde la memoria y el conocimiento del pasado.

Preparación dela pizza. Fuente: Canva.

El problema aparece cuando esta reivindicación se convierte en una etiqueta más. La tradición, en algunos casos, se usa como elemento decorativo, sin un compromiso real con lo que representa. Se habla de “cocina de raíces” mientras se desconecta el plato de su contexto social y cultural. Esta apropiación vacía de contenido no solo banaliza la gastronomía popular, sino que contribuye a una visión elitista de la cocina, donde lo tradicional solo es válido si pasa por el filtro de la alta restauración.

A esta contradicción se suma una cuestión incómoda: la desigualdad. Mientras la gastronomía mediática celebra menús exclusivos y experiencias inaccesibles para la mayoría, se ignora el debate sobre el acceso a una alimentación de calidad. La comida se convierte en espectáculo, pero se aleja de su dimensión social. Resulta paradójico que, en un momento de tanta visibilidad culinaria, se hable tan poco de sostenibilidad real, de precariedad laboral en el sector o de hábitos alimentarios saludables.

Aquí es donde el periodismo gastronómico debería asumir un papel más crítico. Informar sobre gastronomía no puede limitarse a recomendar restaurantes o seguir tendencias. Implica analizar qué se come, cómo se produce y qué valores transmite. Un enfoque crítico permite cuestionar la superficialidad, diferenciar entre moda y contenido, y devolver a la gastronomía su dimensión cultural y social.

La cocina siempre ha sido una forma de identidad, de memoria colectiva y de relación con el entorno. Convertirla únicamente en una herramienta de consumo rápido y viral supone empobrecerla. La gastronomía contemporánea tiene la oportunidad de evolucionar sin perder su esencia, pero para ello necesita reflexión, responsabilidad y, sobre todo, honestidad.

En definitiva, comer sigue siendo un acto cotidiano, pero también profundamente cultural. Recordarlo es esencial para que la gastronomía no se quede en la superficie y pueda seguir siendo una expresión viva de quiénes somos y de cómo vivimos.

La gastronomía atraviesa uno de sus momentos de mayor exposición pública. Nunca antes se había hablado tanto de comida ni se había consumido con tanta conciencia estética. Comer ya no es únicamente alimentarse: es fotografiar, compartir, opinar y, en muchos casos, seguir una moda. Este fenómeno, claramente visible en redes sociales y medios de comunicación, plantea una cuestión de fondo que merece una reflexión crítica: ¿hasta qué punto esta visibilidad está enriqueciendo la cultura gastronómica y cuándo empieza a vaciarla de contenido?

Hamburguesa . Fuente: Canva

Basta con observar cualquier red social para entender cómo ha cambiado nuestra relación con la comida. Platos diseñados para llamar la atención, colores intensos, presentaciones excesivas y recetas pensadas más para el impacto visual que para el sabor se repiten una y otra vez. En muchos restaurantes, la experiencia parece construida para la cámara del móvil antes que para el paladar del comensal. Esto no implica que la estética sea negativa, pero sí revela una prioridad clara: lo que se ve importa más que lo que se come.

Esta lógica de la imagen ha transformado también el discurso gastronómico. Conceptos como “cocina fusión”, “reinterpretación” o “experiencia sensorial” se utilizan con tanta frecuencia que han perdido parte de su significado. No toda innovación es valiosa por el simple hecho de ser diferente. En ocasiones, la creatividad se convierte en un pretexto para alterar recetas tradicionales sin comprender su origen ni su función cultural, reduciendo platos con historia a versiones modernas que poco tienen que ver con su identidad original.

Sin embargo, sería injusto afirmar que la gastronomía contemporánea es únicamente superficial. En paralelo a estas tendencias, existe un movimiento creciente que apuesta por la cocina consciente, el producto local y el respeto por la tradición. Chefs jóvenes y proyectos gastronómicos independientes están recuperando recetas familiares, técnicas antiguas y productos olvidados, demostrando que la innovación también puede surgir desde la memoria y el conocimiento del pasado.

El problema aparece cuando esta reivindicación se convierte en una etiqueta más. La tradición, en algunos casos, se usa como elemento decorativo, sin un compromiso real con lo que representa. Se habla de “cocina de raíces” mientras se desconecta el plato de su contexto social y cultural. Esta apropiación vacía de contenido no solo banaliza la gastronomía popular, sino que contribuye a una visión elitista de la cocina, donde lo tradicional solo es válido si pasa por el filtro de la alta restauración.

A esta contradicción se suma una cuestión incómoda: la desigualdad. Mientras la gastronomía mediática celebra menús exclusivos y experiencias inaccesibles para la mayoría, se ignora el debate sobre el acceso a una alimentación de calidad. La comida se convierte en espectáculo, pero se aleja de su dimensión social. Resulta paradójico que, en un momento de tanta visibilidad culinaria, se hable tan poco de sostenibilidad real, de precariedad laboral en el sector o de hábitos alimentarios saludables.

Aquí es donde el periodismo gastronómico debería asumir un papel más crítico. Informar sobre gastronomía no puede limitarse a recomendar restaurantes o seguir tendencias. Implica analizar qué se come, cómo se produce y qué valores transmite. Un enfoque crítico permite cuestionar la superficialidad, diferenciar entre moda y contenido, y devolver a la gastronomía su dimensión cultural y social.

La cocina siempre ha sido una forma de identidad, de memoria colectiva y de relación con el entorno. Convertirla únicamente en una herramienta de consumo rápido y viral supone empobrecerla. La gastronomía contemporánea tiene la oportunidad de evolucionar sin perder su esencia, pero para ello necesita reflexión, responsabilidad y, sobre todo, honestidad.

En definitiva, comer sigue siendo un acto cotidiano, pero también profundamente cultural. Recordarlo es esencial para que la gastronomía no se quede en la superficie y pueda seguir siendo una expresión viva de quiénes somos y de cómo vivimos.

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