Lucía Poveda
El último bohemio analógico se despide consagrando una obra de fusionó la alta literatura con la crónica negra callejera.Joaquín Sabina cierra su trayectoria como el observador de mirada ácida y corazón sensible, dejando un legado que combina hondura literaria, mito generacional y una forma de entender la canción de autor más cercana a la novela negra que al folio protesta. Su despedida con la gira «Hola y adiós» fija un relato muy consciente de sí mismo, el artista se marcha escenificando que su repertorio ya pertenece más a la memoria colectiva que a su propia biografía.
Su irrupción a finales de los setenta con Inventario (1978) y Malas compañías (1980) trajo un tono sarcástico, urbano y literario que lo separaba de la solemnidad militante. La experiencia del exilio, la Transición y el Madrid de la movida se filtran en canciones donde lo político reside menos en el panfleto y más en la elección de los personajes: perdedores, camareras de madrugada, oficinistas derrotados y amantes en pensiones baratas.
La etapa de garitos y locales pequeños cimentó una ética de proximidad, lejos de presentarse como un trovador ejemplar, actuó siempre como un cómplice en el barro. En una escena dominada por la épica del rock y los cantautores del franquismo, su figura funcionó como bisagra, arrastrando tradición literaria y compromiso, pero disfrazados de chiste malo, humo de tabaco y barra de bar.
El de Úbeda no inventó al bohemio destruido, pero sí lo adaptó al ecosistema nacional con precisión quirúrgica. Su personaje público sintetiza la tradición del poeta maldito romántico con el cinismo norteamericano de Bukowski, pasado por el tamiz del costumbrismo de los bajos fondos. Desde sus primeros discos trabajó conscientemente sobre una identidad de marca: el sombrero, las gafas de sol, esa estampa de dandi canalla. Cada elemento visual refuerza el relato del marginal elegante, del perdedor que conserva la dignidad literaria incluso cuando tropieza.
Lo fascinante es que esta máscara nunca fue completamente falsa ni completamente verdadera. El hombre vivió parcialmente lo que cantaba, pero también supo teatralizarlo, convertir su vida en material narrativo hasta hacer imposible distinguir dónde termina Joaquín Ramón Martínez Sabina y dónde empieza el personaje.
Es la voz de una generación demasiado joven para la lucha antifranquista heroica, demasiado vieja para la democracia naturalizada. Esta condición fronteriza define su tono. A diferencia de Serrat, Llach o Aute, que cantaban desde la militancia y la esperanza colectiva, Sabina canta desde el desencanto individual. No celebra la libertad, documenta su resaca. Sus personajes no son héroes políticos sino víctimas colaterales, gente que sobrevivió a la dictadura sólo para perderse en la democracia.
Esta perspectiva lo convirtió en voz de los desencantos privados de toda una época, aquellos que vivieron los ochenta y noventa como orfandad ideológica, como pérdida de narrativas colectivas y refugio en hedonismos desesperados.
Para entender su ascenso hay que analizar al Sabina músico, eclipsado por el literato. Nunca fue virtuoso instrumental, pero tuvo la inteligencia de rodearse de arquitectos sonoros. Durante casi cuarenta años, Pancho Varona y Antonio García de Diego fueron coautores y productores que limaron la aspereza vocal de Joaquín para envolverla en arreglos de rock, ranchera, rumba y balada. Ellos construyeron el «sonido Sabina estándar»: guitarra eléctrica, piano melancólico y coros femeninos que suavizan su voz macerada en humo.

La reciente ruptura con Varona antes de la gira de despedida añade una nota discordante al legado, revelando a un Sabina capaz de una frialdad empresarial que contradice sus propias canciones sobre la amistad eterna.
La madurez artística absoluta llega en los noventa con Yo, mí, me, contigo (1996) y la obra maestra 19 días y 500 noches (1999). Despliega una escritura llena de elipsis, dobles lecturas, referencias culturales y sintaxis casi novelesca, convirtiendo cada tema en una pequeña narración con secundarios y giros de guion.
Ese barroquismo no es virtuosismo vacío, sino la traducción musical de una época de exceso: la España del boom económico, de la fiesta convertida en rutina y del amor como contrato precario. Sabina apuesta por la densidad en forma de textos largos y rimas internas que, paradójicamente, terminan generando himnos coreables por estadios.
El ictus de 2001 marca un corte geológico. Separa al inmortal del superviviente. La enfermedad lo sumió en la «nube negra» y dio lugar a Dímelo en la calle (2002) y Alivio de luto (2005). Son discos oscuros donde el miedo a la muerte ya no es pose romántica, sino terror real. Aquí nace el Sabina que canta desde la fragilidad, el que cambia la cocaína por los libros de poesía y la noche interminable por la soledad doméstica.
Artísticamente, es su etapa más honesta, la máscara del vividor se agrieta, elevando la calidad emocional de su obra por encima de la mera crónica canalla.
Cuando el mito rozaba la autoparodia, la llegada de Leiva operó un milagro quirúrgico. En Lo niego todo (2017), despojó el sonido del barroquismo de la era Varona para dejar la voz cascada de Sabina a la intemperie. Esta producción seca y austera no expuso sus carencias, sino que legitimó su decadencia. Leiva entendió que el público ya no necesitaba al ídolo de los noventa, sino al superviviente capaz de mirar a los ojos a su propia ruina, devolviéndole la dignidad artística necesaria para su despedida.

Su estilo único fusiona cultismos barrocos con argot callejero y giros latinoamericanos. Esta mezcla no es caótica, sino arquitectónica, usa lo culto para elevar lo sórdido y el argot para dar realismo a la poesía. Bajo una apariencia de charla improvisada, camufla un dominio técnico de la métrica clásica (endecasílabos y sonetos), siendo un poeta formal del Siglo de Oro disfrazado de bohemio.
Sabina cimentó su legado en la paradoja del ídolo de masas que canta desde la marginalidad, sosteniendo esta tensión mediante una «autenticidad performativa» basada en la ironía y el exceso. Aunque el peso del personaje estuvo a punto de asfixiar su creatividad, llevándolo al borde de la autoparodia hasta la intervención musical de Leiva. Su obra logró trascender gracias a una calculada ambigüedad. Al sustituir la militancia política por una estética romántica del perdedor, se erigió como un populista cultural capaz de unificar a audiencias antagónicas, fusionando el machismo sentimental con el anti-autoritarismo sin comprometer nunca su narrativa.
El legado de Sabina está lleno de grietas que lo hacen problemático bajo la luz actual. Su imaginario reproduce estereotipos donde la mujer es femme fatale o musa redentora, rara vez protagonista con agencia propia. El feminismo contemporáneo señala ese macho sentimental que pide perdón pero repite el daño, evidenciando un romanticismo patriarcal.
Durante décadas glamourizó la autodestrucción, planteando el debate sobre el mito peligroso de que la vida al límite es condición necesaria para crear. Sin embargo, su capacidad para verbalizar la vulnerabilidad masculina, el miedo, la culpa y el desajuste social, abrió grietas importantes en el modelo del rockero invulnerable clásico.
Paradójicamente, no creó escuela directa. Su estilo es inimitable porque depende de una voz específica, una biografía irrepetible, un momento histórico cerrado. Los que lo imitaron cayeron en la caricatura. Su legado es más temático que formal. Legitimó hablar de la derrota, del fracaso amoroso, de la resaca existencial.
La gira «Hola y adiós» no es solo cierre logístico, sino gesto de control del propio mito. Sabina elige irse antes de ser solo una sombra de sí mismo. En un panorama donde muchos iconos alargan indefinidamente su presencia, ese saber irse añade dignidad y coherencia con su propia poética del fracaso elegante. Se despide haciendo de esta un último relato.
Sabina deja un cancionero que no solo se escucha, se habita. Una cartografía emocional que sobrevivirá al hombre del bombín. Es el adiós del último bohemio del siglo XX, un final que nos obliga a abrazar la paradoja de un creador brillante y reprochable.
El último bohemio analógico cierra el telón. Lo que queda no invita a la imitación, sino a una incómoda introspección. Y quizá eso, precisamente eso, sea su mayor legado.