Lucía Poveda
Hay días que la historia escribe con letras de fuego, días que no se olvidan aunque pasen décadas, días en los que una ciudad entera se convierte en el corazón palpitante de miles de almas que comparten el mismo dolor y la misma gratitud. Ayer fue uno de esos días. Plasencia despertó convertida en un santuario del rock, en un templo donde miles de peregrinos llegaron desde todos los rincones de España para despedir a Roberto Iniesta Ojea «Robe», el poeta maldito, el profeta del rock extremeño, el hombre que convirtió el dolor en arte y la rabia en himno.
La ciudad extremeña vivió una jornada histórica e irrepetible, un homenaje multitudinario que desbordó todas las previsiones y convirtió sus calles en un río humano de emoción, música y agradecimiento. No fue un funeral al uso. Fue una celebración de vida, un grito colectivo de «gracias por existir», un abrazo infinito a quien nos enseñó que la poesía puede nacer del asfalto y que las canciones pueden salvarnos la vida.

Salí de Torrejón de Ardoz a las 10:00 de la mañana con el corazón dividido entre la tristeza y la necesidad imperiosa de estar allí, de formar parte de ese último adiós. El viaje estuvo marcado por las canciones de Extremoduro sonando en el coche, cada letra cobrando un nuevo significado, cada verso convirtiéndose en un puñal clavado en el pecho.
A las 12:30 ya estábamos en la cola, a escasos 650 metros del Palacio de Congresos, recién rebautizado como Palacio de Congresos Roberto Iniesta en un gesto que parecía pequeño pero que era inmenso, porque significaba que su nombre quedaría grabado en piedra, que cada concierto, cada evento, cada reunión que se celebrara allí llevaría su firma invisible. Pensábamos ingenuos que la espera sería de unas tres horas. Nos equivocamos. Fueron seis horas de cola que nadie, absolutamente nadie, vivió como un sacrificio. Fueron seis horas de comunión, de hermandad, de entender que no estábamos solos en nuestro duelo.
La cola serpenteaba por las calles de Plasencia como una procesión laica, como una manifestación silenciosa de amor. Mirábamos hacia adelante y solo veíamos cabezas, cuerpos apretujados, banderas, camisetas negras de Extremoduro. Mirábamos hacia atrás y la fila se perdía en el horizonte. Éramos miles. Éramos legión. Éramos la prueba viviente de que Robe no fue solo un músico, fue un fenómeno, una religión, una manera de entender la vida.

No fue hasta las 18:25 cuando finalmente vimos la puerta de entrada, cuando el sueño de estar frente a su altar dejó de ser una promesa lejana para convertirse en una realidad a pocos metros. Pero esas seis horas no fueron vacías. Al contrario, fueron plenas, intensas, llenas de magia y de pequeños milagros que solo pueden ocurrir cuando miles de personas comparten un mismo amor.
Por la interminable fila se paseaban personas con carteles escritos a mano, mensajes de agradecimiento que eran poemas en sí mismos. Algunos llevaban altavoces portátiles reproduciendo a todo volumen el legado musical del maestro. ‘So payaso’, ‘Dulce introducción al caos’, ‘La vereda de la puerta de atrás’… Cada canción era coreada por decenas de voces desafinadas y hermosas, voces que temblaban entre la emoción y las lágrimas.

A la altura del último zigzag de la cola, allí donde ya se podía intuir el final del camino, una familia abrió las puertas de su patio en un gesto que restauraba la fe en la humanidad. Ofrecían comida, bebida, un lugar donde descansar las piernas cansadas y, sobre todo, ofrecían compañía. En ese patio improvisado, alguien sacó un cajón flamenco y empezó a marcar el ritmo. Otro apareció con una guitarra eléctrica y, sin amplificador, sin escenario, sin nada más que las ganas de honrar a Robe, empezó a tocar. La gente se arremolinaba, cantaba, lloraba, reía. Era un velatorio y era una fiesta. Era tristeza y era celebración. Era el rock en su estado más puro: crudo, honesto, real.
En la cola había gente de todas las edades. Veteranos con las primeras camisetas de Extremoduro desgastadas por los años y los lavados, jóvenes que descubrieron a Robe en plataformas digitales y que igual sentían cada palabra como un evangelio, padres que llevaban a sus hijos cogidos de la mano porque querían que recordaran este día, porque querían enseñarles que hay artistas que trascienden la música y se convierten en maestros de vida. Había parejas abrazadas, grupos de amigos que habían recorrido cientos de kilómetros, personas solas que encontraron en esa cola una familia temporal. Y había perritos, fieles compañeros que esperaban pacientemente junto a sus dueños, porque el amor a Robe no entiende de especies.

Cuando por fin cruzamos el umbral sagrado de la sala, cuando por fin estuvimos dentro del Palacio de Congresos Roberto Iniesta, lo primero que nos golpeó no fue el silencio del duelo sino el sonido de la vida. Sobre el escenario, «Los Robe», la banda que acompañaba a Roberto Iniesta en directo, llenaban el espacio con sus instrumentos. No eran las canciones grabadas. Era música en vivo, vibrante, caliente, real. Era la manera perfecta de honrarle: con ruido, con distorsión, con alma.
El escenario se había convertido en un altar. A la derecha, dos retratos de Robe nos miraban con esa mezcla de intensidad y ternura que siempre tuvo, esos ojos que parecían ver más allá de las apariencias. A la izquierda, su guitarra reposaba con la solemnidad de una reliquia sagrada. Dentro de la funda de la guitarra, la familia había depositado la urna con sus cenizas, ese polvo que antes fue carne, que antes fue voz, que antes fue genio. Su ropa descansaba junto a la guitarra, esas prendas que alguna vez olieron a sudor de concierto, a tabaco, a vida intensa.
A los pies del altar, un mar de flores amarillas inundaba el espacio. Amarillas como su pelo, ese rubio platino que era su seña de identidad, su bandera pirata. Las flores se mezclaban con dibujos hechos con más amor que técnica, con cartas escritas con letra temblorosa por la emoción, con dedicatorias que eran confesiones, con mensajes que eran súplicas al vacío: «No te vayas», «Gracias por todo», «Te echaremos de menos cada día de nuestras vidas».

Los primeros afortunados en entrar (que llevaban haciendo cola desde la noche pasada) habían dejado sus ofrendas, pero la avalancha fue tal que llegó un momento en que la organización tuvo que pedir, con el corazón roto, que no se depositaran más objetos. Pero no importaba. El amor se desbordaba de todas formas, invisible pero palpable, llenando cada rincón de la sala, subiendo por las paredes, flotando en el aire cargado de incienso y de memoria.
Había múltiples libros de condolencias al pie del escenario, páginas y páginas que se llenaban con la caligrafía del dolor. Algunos escribían poemas, otros simplemente firmaban con su nombre como diciendo «yo estuve aquí, yo le quise, yo fui parte de esto». Leer aquellas dedicatorias era como asomarse al corazón colectivo de una generación, como entender la magnitud de lo que se había perdido.
«Por mi parte diré que he tenido una sensación muy extraña, emotiva e inexplicable. Nunca había sentido algo así. La gente muy respetuosa y expresando lo que sentían como les venía. Y nunca había podido hablar con tanta facilidad sobre Robe y que me entendieran.» nos cuenta Ismael Ferrer, que se desplazó desde Talavera de la Reina. Además, también quiso compartir con nosotros lo que escribió en el libro de condolencias: «Robe, te vas dejándome una calle sin salida. Un mundo más oscuro y un cielo repleto de luz. Con millones de versos por escribir, con un último concierto por dar. Dejas el poder del arte en un legado generacional. Te vas y yo no me lo creo. Esperaré a que vuelvas al tercer día como Jesucristo García, dejando las ventanas sin cerrar y la puerta abierta. Vuela libre Hombre Pájaro. Y sí, te enterraremos con la picha pa’fuera para que se la coma un ratón. Gracias por enseñarme el camino recto por el más torcido. Ismael Ferrer.»
Mientras esperábamos en la cola, los rumores corrían de boca en boca como en el juego del teléfono escacharrado cargado de esperanza. «Dicen que Chinato está dentro recitando», susurraban unos. «He oído que han venido músicos de toda España», añadían otros. Y los rumores, en este caso, eran certezas. Chinato había estado allí, recitando versos que eran dardos envenenados de belleza, su voz ronca quebrándose en las palabras difíciles. El vídeo se difundió horas después por las redes sociales y confirmó lo que ya intuíamos, esto no era un homenaje cualquiera. Esto era historia del rock español escribiéndose en tiempo real.
A las 20:00 horas, después de diez horas de apertura ininterrumpida, la organización tomó la dolorosa decisión de cortar la cola. Había demasiada gente. El Palacio de Congresos había abierto sus puertas a las 10:00 de la mañana con un cierre previsto para las 22:00. Doce horas que parecían generosas pero que resultaron insuficientes ante el tsunami humano que arrasó Plasencia. Los cálculos indicaban que, de seguir al ritmo actual, tendrían que permanecer abiertos hasta las 02:00 de la madrugada. Y aun así, muchos se quedarían fuera.
El anuncio cayó como una losa sobre aquellos que aún esperaban su turno. Algunos lloraron de frustración. Otros se quedaron allí de todas formas, como centinelas del duelo, negándose a abandonar aunque no pudieran entrar. Pero entonces ocurrió algo hermoso, algo que habla de la grandeza de la familia de Robe y de su comprensión del vínculo que Roberto tenía con su público. A petición expresa de la familia, se tomó la decisión de reabrir la cola. Todos aquellos que se habían desplazado hasta Plasencia, todos aquellos que habían esperado horas bajo el frío de diciembre, todos aquellos que necesitaban despedirse, podrían entrar. No importaba cuánto tiempo llevara. No importaba si cerraban a las dos, a las tres o al amanecer. Lo importante era que nadie que hubiera hecho el esfuerzo de venir se quedara con el sabor amargo de no haber podido dar su último adiós.
El Palacio de Congresos Roberto Iniesta permaneció abierto mucho más allá de las doce horas inicialmente previstas, en una jornada maratoniana que dejó exhaustos al personal pero que nadie recordará con amargura. Al contrario, todos sabían que estaban siendo parte de algo más grande que ellos mismos, de un momento que quedaría grabado en los libros de historia del rock español.

Cuando salí del Palacio de Congresos, ya de noche cerrada, con los ojos hinchados de aguantar las lágrimas y el corazón extrañamente ligero pero con un nudo que no me permitía respirar del todo, miré hacia atrás una última vez. La cola seguía ahí, serpenteando interminablemente. Y pensé en Robe, en cómo estaría sonriendo con esa sonrisa torcida suya ante semejante locura. Pensé en que siempre se sintió un bicho raro, un outsider, alguien que no encajaba. Y resulta que miles de personas habían esperado horas y horas solo para poder estar unos minutos frente a su altar.
Plasencia despidió ayer a una leyenda del rock español. Y lo hizo como él hubiera querido, sin protocolos, sin rigidez, sin falsas solemnidades. Lo hizo con la gente en la calle, con música a todo volumen, con el corazón en la mano y las emociones a flor de piel. Lo hizo con flores amarillas, con guitarras desafinadas, con lágrimas que no conocían la vergüenza, con abrazos entre desconocidos que dejaron de serlo.
Lo hizo, en definitiva, con rock and roll. Porque Robe fue muchas cosas, poeta, provocador, genio, atormentado, pero sobre todo fue rock and roll en estado puro. Y el rock and roll nunca muere. Solo cambia de forma, se transforma, pervive en cada persona que alguna vez sintió que una de sus canciones le salvaba de la oscuridad.

Ayer Plasencia fue el centro del universo rockero español. Y aunque Robe ya no esté, su música seguirá sonando en los coches, en las habitaciones de adolescentes que buscan respuestas, en las voces roncas de borrachos nostálgicos que cantarán sus canciones hasta el fin de los tiempos.
Adiós, Robe. Y gracias. Por todo. Por cada acorde. Por cada verso. Por cada grito. Por existir.
El eco de tu voz seguirá retumbando en nuestros corazones hasta que nosotros también seamos cenizas.