A poco más de un mes para las elecciones generales, los partidos políticos se abalanzan estrepitosamente los unos sobre los otros para conseguir entrar en el podio de las encuestas. Tras casi seis meses sin un gobierno electo, ha quedado más que latente la incapacidad de nuestros dirigentes para llegar a un consenso que nos beneficie a los ciudadanos. Pactos y más pactos, comidas y reuniones, semanas de palabrería barata que no han desembocado en otra cosa sino en un próximo encuentro en las urnas de los colegios públicos de nuestro país.
Bien es cierto que la celebración de unos comicios es una de las máximas expresiones en las que se manifiestan los ideales democráticos sobre los que se asienta nuestra sociedad occidental. Desde los primeros trazos que esbozó la timocracia, allá cuando todavía se daban paseos alrededor del ágora, hasta el famoso “liberté, egalité et fraternité” que llevó al pueblo francés a conquistar la Bastilla.
Sin embargo, a la hora de la verdad, la realidad nos golpea con mano dura, vapulea nuestros más intrínsecos principios y nos hace ver que, en la práctica, unas nuevas elecciones lo único que traen consigo es una inmensa y desproporcionada pérdida de tiempo y dinero, a la vez que abren una nueva y para nada deseada brecha de tráfico de intereses.
Así, es como los partidos políticos parecen más esforzados en erigir muros, que en tender puentes. Compiten entre ellos y, mientras exhalan su último aliento, dan las zancadas finales que les permitirán alzarse como ganadores de esta disputa genuinamente maratoniana. Tienen la vista tan fija en sus propios pasos que no sería de extrañar algún que otro tropezón de última hora. Y es que su ego brilla tanto que deslumbra. Y de tanto deslumbrar resulta cegador.
Pese a esto, todavía los hay capaces de subirse a la atalaya y divisar el horizonte que existe más allá del 26J. Desde Ciudadanos, se ha lanzado una propuesta de reducir los gastos de la campaña electoral en un 50%. Lo que al principio pudo parecer una idea completamente aceptable, ha sido rechazada sin ningún miramiento por los dos grandes partidos, PP y PSOE. La portavoz de la formación naranja en el Ayuntamiento de Madrid, Begoña Villacís, mostró su disconformidad con la decisión de sus antagonistas declarando que “no es momento de egoísmos, sino de generosidad, altura de miras y voluntad de diálogo y consenso” y lamentándose de que “ambos partidos se empeñen en que sean todos los españoles los que acaben pagando las culpas de aquellos que no han querido llegar a acuerdos y se han mantenido en el bloqueo”.
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La situación vivida en España desde las últimas elecciones generales, en diciembre del pasado año, nos permitiría hacer un vasto análisis sobre el espacio político que abarcan cada uno de los partidos en el panorama internacional y de cómo luchan metro a metro por él, como si del mismísimo Berlín nazi se tratara. Y es que la crisis de valores en la que nos hemos visto inmersos en los últimos años ha sido la oportunidad perfecta de los nuevos partidos políticos para ocupar el vacío ideológico que dejaban tras de sí las otras dos grandes formaciones.
Ciudadanos supo abrirse paso y colocarse en el centro, un hueco que permanecía desierto desde los tiempos de la transición. Aunque, tal vez, si nadie antes se había planteado suplir ese espacio, sea porque, lo mismo, no sale a cuenta. Y es que, vigente a quedado que da igual en qué lado del hemiciclo prefieras estar sentado: a los españoles no nos gustan las medias tintas. A la mayoría de nosotros nos gusta el blanco o nos gusta el negro y tenemos, o creemos tener, una clara y nítida línea divisoria que separa lo que, a nuestro juicio, es bueno de lo que es malo. Y el que no se posiciona dando un paso bien grande hacia un lado u otro, es considerado un auténtico chaquetero, como si durante la primera mitad de un clásico apoyase al Real Madrid y la otra mitad al Barcelona. Sin entender que, quizás, lo que te gusta es ver buen fútbol.
Así es como, a veces, Albert Rivera se convierte en el carismático héroe de la capa naranja y, otras, en el científico loco que sufrió un accidente de laboratorio y ahora es un supervillano de libro. Porque el centro, el centro es un territorio hostil, en el que ves cómo las paredes que ciernen tus límites se estrechan, te atacan e, incluso te aplastan, sin darte ninguna tregua. Y es que tal vez, pero solo tal vez, en España aún no estemos preparados para abrirle camino a una nueva forma de hacer política que no esté tan polarizada.
Alberto Santillana/ Marta Forero