Aunque pueda parecer mentira, la idea motriz de las relaciones internacionales en los últimos 25 años, la globalización, se encuentra en entredicho. En fase de observación. Lo advertía Robert Kaplan en el año 2013, en La Venganza de la Geografía: “la globalización era nada menos que una orientación moral histórica y un sistema de seguridad internacional en vez de lo que no deja de ser una fase económica y cultural del desarrollo”. Y lo proclamó a los cuatro vientos Donald Trump con su eslogan de “América First” y su desprecio por los acuerdos firmados y construidos por sus predecesores.
La globalización ha chocado con numerosos obstáculos políticos y económicos: el crecimiento descontrolado basado en una producción inhumana sin respeto por los derechos; la carencia de regulaciones adecuadas en distintos de sectores y mercados; las reticencias de estados y potencias a asumir compromisos firmes en temas tan importantes como el cambio climático o el respeto por la diversidad.
Aquella idea promovida por el internacionalismo liberal en los primeros años 90 nunca fue vista de la misma manera por las teorías y los líderes políticos. Para los liberales la globalización representa un paradigma capaz de establecer principios de ordenación y activación de las relaciones internacionales, cuyo objetivo es la construcción de una gobernanza global que estabilice el fenómeno y lo oriente hacia un progreso sostenible y generalizado.
Desde perspectivas que podemos englobar dentro de las corrientes constructivistas, la globalización y su efecto de-constructor y reconstructor explicaría el deterioro de determinadas estructuras de poder y la progresiva creación de ámbitos de reflexión y de activismo social y político que tienen por objetivo la transformación de las instituciones decisionales de los actores estatales y corporativos y de los organismos internacionales.
Los sectores más críticos siempre han cuestionado y cuestionan el carácter paradigmático del fenómeno. Para esta corriente de pensamiento, la globalización es desde su origen un eufemismo que esconde el verdadero sentido del término. Que no es otro que el de la progresiva americanización y mercantilización de las relaciones internacionales para construir unas estructuras de poder que desarrollen los intereses económicos y culturales de aquella potencia, en un ámbito cada vez más permeable, que haga posible que la dominación se mantenga y perpetúe.
Tampoco los planteamientos neorrealistas y más conservadores otorgan a la globalización un carácter paradigmático ni consideran que pueda sustituir al poder y al interés nacional en tal función. Los neorrealistas reconocen que la dinámica globalizadora ha contribuido a acelerar la transición hacia un escenario diferente del de la guerra fría y han puesto sus focos de atención en las áreas y conceptos geopolíticos, o geoeconómicos, con el fin de encontrar respuestas y anticipar soluciones ante la entrada de las grandes potencias en la competencia o la rivalidad y ante la presión de movimientos como los demográficos y migratorios.
Víctima de la tensión entre las distintas corrientes de pensamiento, la globalización ha seguido su curso durante casi tres décadas. Sin embargo hoy pasa por los momentos más delicados desde su concepción. En primer lugar debido al debilitamiento del liderazgo norteamericano generado por la crisis económica y por su cuestionable papel en Oriente Medio. Pero también por la permanente polarización de la política americana que ha tenido repercusiones muy importantes en la política exterior.
Si las transiciones entre los gobiernos de Reagan-Bush a Clinton habían estado caracterizadas por la continuidad, las transiciones de Bush hijo a Obama y de éste a Trump han estado protagonizadas por el cambio y la disrupción ideológica. Del hard power hemos saltado al soft power y de ahí al rude power del nuevo Presidente cuya actitud e inexperiencia llena de incertidumbre y de asombro la política internacional. Bush optó por la agresividad de los neocon y luego por el realismo. Obama volvió a las decisiones multilaterales para recomponer una imagen exterior deteriorada por la acción política unilateral. Y Trump ha reinventado un ideario neoaislacionista donde América no sólo se retira de los campos de batalla sino que también lo hace de importantes acuerdos y organismos internacionales. Irán y la UNESCO, los más recientes.
El liderazgo norteamericano está debilitado por el escaso bagaje y la imprevisibilidad de Donald Trump. Así lo reconocía hace tres meses el General David Petraeus en un seminario al que fue invitado por el Instituto Elcano. El penúltimo episodio es la escalada de tensión entre la Casa Blanca y el líder norcoreano conocido con el sobrenombre de Rocket Man a quien el Presidente de la primera democracia del mundo ha amenazado desde la Tribuna de la Asamblea General de las Naciones Unidas. Esta pugna equiparable a una entre el Señor Cangrejo y Placton en Fondo de Bikini mantiene atónitos a los asesores de Washington y al resto del mundo. Porque en esta disputa no está en juego una cuestión menor, sino la inestabilidad y la amenaza nuclear en la zona oriental del Rimland euroasiático donde dio comienzo la Guerra Fría en 1950.
Pero la globalización no hubiera necesitado de un guía geopolítico para frenar la supuesta primacía china si los valores con los que fue concebida se hubieran mantenido firmes. El desarrollo, sostenible e impulsor de los derechos humanos, se ha visto otra vez superado por la obsesión por el poder, la expansión de mercados a cualquier precio y la acumulación especulativa de la riqueza. Urge ahora su reactivación.
José María Peredo es el Director de El Observatorio de las Relaciones Internacionales