Suena demoledor. Como un golpe seco sobre la Presidencia de los Estados Unidos. Como un turbio juicio político que pone contra las cuerdas a la democracia americana. El impeachment es un proceso que se inicia con la decisión mayoritaria de la Cámara de Representantes y que puede terminar con la incapacitación del presidente con los votos de dos tercios del Senado. Se ha puesto en marcha en dos ocasiones: en 1974 para juzgar a Richard Nixon por obstrucción a la justicia en el caso Watergate y en 1998 para desenmascarar las falsedades de Bill Clinton por su relación inmoral con una empleada pública. Pero en ninguno de los casos concluyó con la condena y la destitución de los presidentes porque en el primero Nixon dimitió previamente y, en el segundo, el Senado absolvió a Clinton de los delitos de obstrucción y perjurio.
El eco del impeachment ha resonado como un trueno en Washington cuando el congresista demócrata Al Green utilizara el término para referirse a las consecuencias del cese del Presidente al Director del FBI, James Comey, y un sector de la prensa tradicional especulara con tal posibilidad, ante el asunto del oscuro apoyo ruso a la candidatura de Donald Trump. Pero, aunque la opinión pública ha reaccionado con celeridad, el impeachment no se va a activar en este momento por razones políticas y procesales. Políticamente porque el Partido Republicano tiene la mayoría en ambas cámaras y tan sólo un representante, Justin Amash, se ha manifestado con rapidez sobre el posible inicio del proceso si Trump hubiera obstruido las labores de investigación de las instituciones y el FBI. Y jurídicamente porque para que prosperase, habría que confirmar, probar, que la destitución de Comey se había realizado con la intención de obstaculizarle, o encontrar a partir de ahora pruebas sobre algún comportamiento ilegítimo y punible del Presidente.
Para esta última cuestión se ha nombrado al Fiscal Especial, Robert Muller, quien se encargará de desvelar si Rusia merodea, influye o determina la política de Estados Unidos, preocupación de fondo de la sociedad norteamericana, una vez que el adjetivo turbio se ha instalado en los despachos, los kioscos y los lobbies de Washington. Y lo ha hecho para quedarse. Porque cuando la investigación judicial e institucional se pone en marcha, su maquinaria se activa y se mueve como un “transformer” entre los edificios de la capital y el Capitolio. No hay Watergate ni espía que no investigue. Ni becaria en el despacho oval que no interrogue.
José Mª Peredo es director de El Observatorio de las Relaciones Internacionales